viernes, 26 de febrero de 2010

El cumpleaños


El día que cumplí veinticinco, desperté gracias al poco considerado motor de un bus del transantiago, sola, hambrienta, y sin comida en el refrigerador.
Una vez más de cumpleaños, aunque claro, la noche anterior había tenido algo así como una celebración personal previa a la medianoche, y había decidido celebrarlo masivamente el mismo día.
Con un ahínco, que como nunca, se potenció con un año de mierda que me tocó sobrevivir (hay que decirlo, el 2009 no fue un buen año para muchos); quería erradicar a esa esparpenta insegura que me perseguía desde mi más tierna adolescencia, esa que entregaba ciegamente sus festejos a "otros", donde pudiera recaer el teórico fracaso de los mismos. Esa misma que no tenía la certeza de la fidelidad amistosa que profesaban los integrantes de su círculo más cercano, y la misma que se caracteriza (aba) por tener una imaginación previsoramente trágica, donde era habitual encontrarse ante los críticos minutos previos a las 00.00, segura de que nadie repararía en la importancia de la fecha. Peor aún, la que imaginaba, con cierto dejo telenovelesco infantil, la celebración: Ella sentada en la cabecera de una mesa larga, larga, tétrica y decorada al estilo cotillón, adornada por un dulce "gorrito cumpleañero cónico" y la torta enfrente observándola con singular depresión (esa depresión que solo la comida puede reflejar), sola, o peor aún, con un par de presentes que serían testigos y juglares de ese fracaso social (siempre es mejor fracasar en privado que en compañía, por lo menos eso deja espacio para la mentira).

Así que me arriesgué, envalentonada por el ligero poder que me dió el ganar mis porpios ingresos, por mínimos que fueran, trabajando como promotora los fines de semana. De todas maneras era como quería representarme en ese nuevo guión de mi vida: Independiente, segura y tranquila. Porque, lo quisiera o no, este cuarto de siglo me pillaba mal parada, casi coja. Un mal año a punto y ansioso de acabarse, donde la vida se me fue en emociones acentuadas por la universidad y un mal de amores que ni con el tamiflú se me calmaba, además de unas ansias casi burdas por convertirme en algún proptotipo de la vanguardia feminista entre la gente que me rodeaba.

Del ya renombrado evento no me quejo, concurrencia activa, mesa llena, sin cotillón ni nada parecido, y con varias anécdotas de esas que se recuerdan en lo posterior, donde altas horas de la noche fueron testigos de su culminación.

Yo era otra. Ok, soy la principal detractora del año nuevo, y si, es cierto, solo es un día más, ¿Qué podría distinguirlo del anterior y los venideros?, ni siquiera sé, pero ciertamente, los actos simbólicos cuando se realizan con profunda sinceridad, y con las ganas de que resulten, parecieran transmutar más allá del mero símbolo convirtiéndose en los dínamos de una actitud distinta, o por lo menos dan una justificación para desear el cambio y practicarlo, el cambio que al otro día, un cinco de noviembre y con resaca incluída, se gestó.

Ya lo mío fue mío
y ahora voy al azar...